Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, 2 en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, 3 entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.
Efesios 2:1-3
Como vivimos en una cultura obsesionada con la autoestima, el concepto de pecado resulta desagradable.
El mensaje popular del día es que la felicidad y la satisfacción no vienen del cambio, sino simplemente de aceptar quién eres. Los defectos de carácter percibidos en realidad no son defectos en absoluto; son simplemente preferencias, y las preferencias de todo el mundo están bien. ¿No es cierto?
Eso no es lo que enseña la Biblia.
En cambio, encontramos una visión mucho más pesimista de la humanidad en las páginas del libro que nos cuentan nuestras verdaderas historias. Independientemente de nuestra situación económica, nación de origen o educación situacional, todos estamos muertos en nuestro pecado y transgresión.
¿Difícil de entender?
Imagínate varado en el mar. No hay ningún barco a la vista, ningún trozo de madera a la deriva que te sostenga. Sólo tú y el agua. Seguro que has recibido algunas clases de natación, pero no eres tonto: sabes que en este vasto océano sólo puedes permanecer en el agua un tiempo determinado. Empiezan a pasar los minutos y, con cada uno de ellos, te das cuenta de que tus fuerzas son ligeramente inferiores a las de antes. Entonces notas que las piernas empiezan a pesarte. Inclinas la cabeza hacia atrás y te das cuenta de que empiezas a hundirte más. Ahora, tus orejas están casi completamente sumergidas. Sabes que el final está cerca, y entonces tomas ese primer poco de agua. La expulsas y tu corazón empieza a acelerarse.
De repente te das cuenta de que no hay esperanza para ti. Vuelves a agachar la cabeza y te preparas para tragar cuando, de repente, de la nada, ves que te lanzan una cuerda. Con tus últimas fuerzas, la agarras y te ponen a salvo.
Algunos han dicho que esto es lo que se siente al ser salvado. Cuando no puedes salvarte a ti mismo, Jesús te lanza un salvavidas desde la cruz. Solo tienes que alcanzarlo y agarrarlo, y El te jalara a un lugar seguro.
Sólo hay un problema con esa ilustración: Nos damos demasiado crédito.
Si creemos lo que la Biblia dice de nosotros, no estamos muriendo; estamos muertos. No estamos en problemas; estamos indefensos. Y no necesitamos realinear nuestras vidas; necesitamos nacer de nuevo.
Esta no es una imagen de alguien ahogándose, haciendo agua. En cambio, la imagen aquí es de un cadáver, muerto e hinchado, flotando boca abajo en el mar. Sin fuerzas. Sin poder. Sin esperanza.
Eso es lo que significa ser salvo.
El Evangelio no pretende ayudar a los débiles, sino hacer que los muertos revivan. Sólo cuando empezamos a ver la verdadera naturaleza de la total desesperación de la humanidad, empezamos a ver a Jesús no como la clave para una vida mejor. No como un sabio que sólo enseña sobre el amor. No como un hacedor de milagros sólo preocupado por aliviar el sufrimiento humano.
Jesús es nuestro Rescatador. Y, según la Biblia, Él rescata del pecado y de la muerte. Jesús salta al mar de nuestro pecado y muerte y arrastra nuestros cuerpos sin vida hasta la orilla. Luego, se inclina y nos infunde nueva vida:
Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, 5 aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo, por gracia sois salvos (Efesios 2:4-5).
Estamos muertos en pecado, así que debemos nacer de nuevo.
Amigos, esto no puede ser más claro.
Todos necesitamos un Salvador. Su nombre es Jesús.