«Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?». 1 Juan 4:20
Después de 24 horas de ayuno de todas las noticias, usted puede imaginarse mi conmoción al encender la televisión y ser bombardeado con imágenes de maldad, violencia, odio y racismo de las protestas de extrema derecha durante el fin de semana en Charlottesville, Virginia. Inmediatamente, los recuerdos de los años 60 vinieron a mi mente.
¿Acabará alguna vez este odio, polémica y división? En los reinos terrenales, no. Sólo cuando Cristo regrese habrá finalmente verdadera justicia y paz para cada raza, tribu, lengua y persona. Por fin habrá armonía entre la humanidad. ¡Qué glorioso día será ese!
Mientras tanto, ¿Cómo respondemos como cristianos al flagrante odio y racismo en nuestro país? El primer paso es pedirle a Dios que identifique cualquier orgullo y prejuicio, grande o pequeño, en nuestros propios corazones. Porque el racismo tiene sus raíces en el orgullo. El peligro del orgullo es la rapidez con la se que puede arraigar en nuestras vidas y convertirse, sin previo aviso, en celos, amarguras, prejuicios e incluso racismo. El apóstol Juan lo dijo claramente: «El que dice amar a Dios, pero odia a un hermano o a una hermana, es un mentiroso». Para ser parte de la solución, necesitamos pedirle a Dios que alinee nuestros corazones y mentes con el Suyo. En un mundo lleno de odio y enojo, debemos orar para que el amor de Dios supere el mal que trae el racismo. Seguir y amar a Jesús es el mejor punto de partida.