«Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos. No se atribulan por su muerte, pues su vigor está entero. No pasan trabajos como los otros mortales, ni son azotados como los demás hombres.» – Salmo 73:3-5
Tuve almuerzo con un hombre que mencionó que realmente algo le molestaba. «En realidad no tengo un problema con el hecho de que a veces cosas malas le suceden a gente buena. Entiendo que Dios da al hombre libre albedrío y que a veces esas opciones, incluso las buenas, tienen malos resultados. Estoy realmente bien con eso».
«¿Entonces qué es lo que te molesta?» Le pregunté.
«Bueno, yo no entiendo el por qué le suceden cosas buenas a gente mala. ¿Por qué los delincuentes pueden salirse con la suya cuando cometen crímenes? ¿Por qué los políticos corruptos tienen sus pecados expuestos y aun así aumenta su popularidad?» Estuve a punto de impartir una teología brillante cuando me dio su apertura. “¿Y por qué a un ateo famoso por haber llamado a los cristianos un montón de perdedores se le permite acumular fama y riqueza más allá de la imaginación? ¿Por qué ha sido tan bendecido?»
«Bueno, vamos a ver,» comencé. «¿Dices que este hombre es un ateo?» Él dijo sí. «¿Y si no me equivoco, la persona de la que estás hablando ha tenido varios divorcios?» Una vez más él dijo sí. «Así que aquí está un hombre, con una vida familiar miserable y a menos que cambie sus puntos de vista sobre Jesucristo, nunca verá el cielo. ¿Y tú lo llamas bendecido? Continué. «Permíteme preguntarte algo. A pesar de su fama y riqueza. ¿Cambiarías tu lugar con ese hombre?»
«De ninguna manera. Ni siquiera por un segundo», respondió.
Y ¿tú?